Literatura

Dónde ocurren las historias

Nueva respuesta a la conversación con Paul Forsyth Tessey

Gabriel Arriarán
5 min readApr 2, 2024
Per aspera, ad astra. Ananea (Puno–Perú), julio de 2023. 4900 msnm.

Paul Forsyth dice, en su más reciente respuesta a nuestra conversación, que la escritura en el Perú nace negociada con el campo. Vale decir, está producida para ser sembrada en el terreno ya arado por las corporaciones editoriales, los premios literarios nacionales e internacionales, las plazas como funcionarios o consultores en ministerios como el de cultura, las ferias del libro y un amén de otros escritores y otras instituciones que filtran lo que es, o lo que no es en el Perú, la literatura.

¿Vale la pena quedarse en la crítica parroquial a monaguillos bendecidos y tocados por un Sumo Sacerdote? ¿Qué pasaría entonces con lo más puro, lo mejor de la literatura? Aquello que conduce a las personas a leer con voracidad y, a algunos, a escribir con fruición? ¿Qué pasa con las historias que nos hacen llorar, o reír, que nos saltan a la cara a preguntarnos: ¡huevón! ¡qué haces con tu vida! Con escritores ante los que no cabe más que rendirse: qué tal hijo de puta. ¡Qué maestro! El arte, y la literatura es un arte, es vida.

Es divertido trolear con el gabán abierto y la guasamandrapa afuera. Repartir vergazos en la cara. Desde luego, es también un infinito desperdicio de la energía sexual. Una que bien orientada podría abocarnos a trabajar, antes que a hablar.

¿Qué lecciones, qué beneficios podemos obtener de la literatura que, convenimos, no nos gusta? Yo he encontrado una: la huida de la parroquia.

La literatura en el Perú se publica o se celebra por adscripción. Es una forma de pertenecer, de permitir pertenecer. O de buscar pertenecer. Este impulso la preña con la caspa del parroquialismo.

Demasiados nietos, demasiados entenados, viviendo de un abuelo millonario a quien, por otra parte, seguramente le encanta que vayan a buscarlo. Bajo la imposición de manos del patriarca, es posible reconocerse y que los reconozcan como escritores. Como adquieren este apellido fútil tras sus nombres. Un apellido, que sólo le pertenece a él.

No quiero, y por más que quisiera, no podría tampoco, pertenecer a esa familia. Vengo de otro lado. Yo ya tuve a mi papá a mi mamá, a mis abuelos. ¿Pertenecer a qué? El estatus, la posición social, la plata…el glamour…(carajo, tendrías que haber conocido a mi abuela. Es lo más cercano a una reina que vi en la vida)… todo eso, que estos anhelan, ya era mío cuando comencé a escribir. ¿A quién le importa una parroquia, cuando puedes tener el mundo entero?

Si rastreo mi memoria, las primeras líneas que me atreví a escribir ocurrieron durante un viaje a la selva, siendo poco más que un niño. Recuerdo y todavía conservo el primer cuaderno que compré, en la ciudad de Huánuco, con la idea de llenarlo. Digo llenarlo, porque no se me cruzaba por la cabeza que escribir en él podría conducirme a ser escritor: a dominar una técnica, perfeccionarla, a buscar activamente historias para contar, tanto fuera como dentro de mí, y a poner a interactuar esas historias con una tradición: ¿ha habido alguien, antes, que ya haya contado esta historia? ¿Qué puedo aprender de él, o de ella? ¿Qué resquicio me deja para poner a vivir allí, justo, la historia que quiero escribir?

No importaba nada de eso. Tenía 18 ó 19 años. Huía de la universidad, con el corazón destrozado por una novia. Comencé a llenar ese cuaderno sobre una mesita de palo, alojado en un hostal en el que también se alojaban comerciantes y mercachifles que iban rumbo a Pucallpa, y que además servía de refugio por horas para parejas al paso.

Me puse a escribir, supongo, porque era una forma de lamerme las heridas. De conocer mi soledad. De endurecer en la soledad al niño tiernito que todavía era. No me había sido difícil encontrarla. Un par de días haciendo dedo desde Chaclacayo, donde vivían mis abuelos, y ya. Una vez que la encontré, mirando al techo tumbado sobre un catre de metal y un colchón y unas sábanas sucias, salí corriendo a comprarme ese cuaderno. Escribí en él porque me sentí muy solo, porque tenía miedo. Porque salía al mundo por primera vez en la vida.

Pucallpillo. Puerto de Pucallpa (Agosto de 2022).

Escribir, en ese momento, fue una forma de agarrarme los huevos y enfrentar. Y desde entonces siempre ha sido así. Una forma de amarrarme a la silla, como Ulises pidió a sus hombres que lo ataran al mástil de su nave, para resistirse a los cantos de las sirenas o, lo que era para mí lo mismo, el impulso de volver corriendo al abrazo de mamá.

Me es imposible hacer otra cosa que asociar la práctica de la escritura a la aventura, a la soledad, a la valentía.

Escribir es parte constitutiva de ser hombre. Una actividad inherentemente fálica.

La escritura se convirtió en la herramienta que encontré para explorar mi soledad, para conquistarla. Para tener dominio de ella y de mí.

La escritura es una práctica estoica: a través de ella se aprende a explorar, a fracasar, a equivocarse, a encajar golpes, a sanar y a levantarse.

Pero la escritura también es un arma. Una espada bien larga y bien dura. Una pluma con la que es posible rozar con delicadeza una mejillas tanto como un machete para abrir trochas nuevas en el monte de lo que aún no se ha dicho.

De manera que las historias, en mi experiencia, están lejos. O muy metidas en el monte de mi soledad, o lejos geográficamente, en una frontera. Lugares, en suma, imposibles. Territorios extremos, llenos de sorpresas y de tragedia. Donde hay mucho sol, mucha lluvia, mucho hielo, o muchas tormentas. Donde las cosas ocurren y donde no queda otra salida que hacia adelante. Siempre hacia adelante.

Allí encontré algunas buenas historias para contar.

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Gabriel Arriarán

Escritor, periodista, antropólogo, no necesariamente en este orden. Tengo problemas con la autoridad.